Catedral de Luz entre dos Almas

Escrito por una Madre con Alma de Poeta, Luna en Géminis en Casa 8 y Mercurio en Piscis en Casa 5… la Emoción puesta al servicio de la Palabra…

Hay historias que no se escriben con tinta, sino con lágrimas, risas y silencios compartidos. Hay historias que nacen en lo invisible, mucho antes del primer latido, del primer aliento… y esta, la nuestra, mi Amado Hijo, es una de ellas.

Recuerdo con exactitud mística aquella mañana bendita, cuando la doctora pronunció palabras que aún resuenan en lo más profundo de mi ser: “Tienes un embrión situado en la parte superior central de tu endometrio, mide dos centímetros y medio… y vive.”

¡¡¡VIVE!!!

Ese verbo, sencillo en apariencia, se tornó Milagro en mis oídos. Como si el Universo entero se arrodillara para anunciarme que un Angel había decidido habitarme. Lágrimas de asombro y de gratitud, brotaron de mis ojos como Manantial Sagrado, pues sabía que dentro de mí latía ya el Corazón de quien sería uno de los grandes amores de mi vida: tú, mi Queridísimo Mauro.

La gestación fue un Viaje Sagrado. Un pacto de Almas susurrando más allá del velo del tiempo. Algo más de Nueve lunas de transformación, Nueve meses y medio de comunión, de complicidad silenciosa y de diálogos al alba donde mi cuerpo fue Templo y tú Amor Mío, como Peregrino del Cielo dibujabas estrellas en mis entrañas.  Aquel salón cada noche se volvía Altar, pues allí, en la penumbra de cada madrugada te hablaba sin máscaras, sin certezas, pero con el Alma desnuda:  Hijito, no sé si voy a ser una buena madre, pero te juro que te Amo con todo mi Corazón… Cada movimiento tuyo era como una caricia de viento dentro del agua, leve pero eterno.  Cada patadita, un poema escrito en código antiguo, una confirmación silenciosa de que la Vida se abría paso a través de mi.

Y quizás eso bastaba. Porque el amor auténtico, el que se ofrece aún sin saber, el que se promete sin condiciones, es el que edifica catedrales entre dos almas. A veces dudaba, lo confieso. Temía fallarte, temía no estar a la altura del regalo que significabas. Pero tú, desde la eternidad que habita en los hijos antes de nacer, me mirabas invisible y sabio y sin palabras me decías: “Confía, Mamá. Aprenderemos juntos.”

Y así fue. Hasta que llegó ese 1 de agosto del 2001, a las 10:25 de la mañana. Aquel Miércoles a aquella hora el tiempo se detuvo. La sala se volvió cielo. Tus pulmones se estrenaron con un llanto, y el mundo se hizo música cuando al oír mi voz, giraste tu cabecita… y cesaste de llorar.

¡Me habías reconocido!

y no por la piel, ni por la vista… sino por el alma.

A partir de ahí, nuestra historia fue creciendo como crecen las flores silvestres: a veces bajo el sol, a veces bajo la lluvia. Hemos atravesado estaciones, tormentas y primaveras. He cometido errores como te advertí en aquellas madrugadas, pero también he amado y te amo con una devoción que sólo las madres conocen: la de quien se estremece con cada sonrisa tuya.

Creciste como crece el viento entre los árboles: dejando huella sin pedir permiso, dibujando tu forma en cada hoja de mi interior. Te observaba con la mirada entre el asombro y la nostalgia, como quien ve al río alejarse sabiendo que nació de su manantial. Tu infancia fue una constelación de juegos, carcajadas y espacios para cuentos, pero también fue la forja de un alma libre que ya intuía el cielo desde la tierra.

Luego llegó la adolescencia y con ella, una nueva metamorfosis. Fuiste crisálida abriéndose a su destino. A veces, fuiste volcán… otras, bruma lejana. Tu voz cambió de tono y también tu manera de mirar el mundo. Fuiste pregunta, frontera, sombra, relámpago… y yo, sin manual ni certezas, fui barca en plena tormenta, intentando sostener el timón sin naufragar en el intento.

Te vi construir tu identidad, piedra a piedra, rompiendo algunas que yo misma había puesto, y aunque dolía, entendía: era tu alma pidiendo espacio para desplegar sus alas. Me convertí en vigía en la orilla, dejándote partir pero orando en secreto a los vientos para que no te hirieran. Tu distancia a veces, era el precio del crecimiento y mi silencio, una prueba de amor. Pero incluso en medio del oleaje, incluso cuando parecía que hablábamos idiomas distintos, yo te reconocía. En cada enojo, en cada decisión, en cada intento de independencia… te reconocía. Porque una Madre no olvida las raíces del alma que gestó. Y porque tú, aunque te alejaras, seguías regresando con la mirada perfectamente orientada hacia el Maná de mi Amor. Y en esos regresos sin palabras, me decías todo, me hablabas de Amor.

Hoy, al mirarte adulto, no puedo más que agradecerte. Porque no sólo soy tu madre: soy tu aprendiz, esa pupila que te observa con discreción y se siente orgullosa de aprender de su Gran Maestro. Tu amor me pulió. Tu existencia me obligó a ser mejor, a recordar quién era en esencia y a regresar a mí misma. Tú fuiste y sigues siendo mi espejo, mi despertador espiritual, mi mayor Maestro disfrazado de Hijo. Y aunque el tiempo pase, y aunque un día la vida nos exija vivir en planos distintos, deseo que me sientas siempre en tu pecho, en tu memoria y en la brisa que acaricie tu cara cuando creas que estás solo.

Porque Madre se es en cada etapa. Y yo, mi Muy Amado Mauro estaré allí: en tu fuerza, en tus logros, en tus caídas… y en tu resurgir.

Y si un día tus pasos tiemblan, si alguna vez el mundo pareciera quebrarse a tus pies,
cierra los ojos y búscame en la calma, Hijo Querido, ese lugar donde tú bien sabes que yo me encuentro con mi Espíritu,
en la música de los árboles, en el lenguaje secreto de las estrellas, en el canto del agua y en la fresca ternura de la hierba.

Estaré allí susurrándote desde lo invisible:
«Tú puedes, hijo mío. Yo te sostengo.»

Porque no hay muerte para un Amor sembrado en el Alma.
Porque lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos…
vive en un abrazo eterno que ni el tiempo, ni la distancia, ni el olvido pueden quebrar.

Te amo desde antes del tiempo.
Y te amaré más allá del último amanecer.

«Mi querido Mauro, Valiente Caminante»

Hijo mío, te escribo estas palabras como quien sopla una semilla al viento, deseando que florezca allá donde tu alma decida echar raíces. La vida, esa magnífica aventura que te ha sido dada, no siempre es un camino recto y soleado. Habrá días en que el cielo se vuelva gris y el suelo tiemble bajo tus pies, pero escúchame bien: no temas tropezar, no temas caerte y menos temas levantarte. Caer forma parte del Arte de Caminar.

Cada vez que el mundo parezca ponerse de espaldas, tú recuérdate a ti mismo quién eres y de qué estás hecho. Llevas en la sangre la fuerza de quienes te precedieron, el fuego de una historia que arde de Amor y Coraje. Y dentro de ti, como un faro silencioso, habita una luz que nada ni nadie puede apagar.

No temas las dificultades, Hijo Mío. En sus entrañas se ocultan los más preciosos tesoros: el descubrimiento de tu fortaleza, la claridad de tu propósito y la ternura de tu corazón. Las pruebas no son castigos, sino puertas disfrazadas, umbrales hacia versiones más sabias de ti mismo. Y si alguna vez sientes que todo se desmorona, si el mundo se vuelve un rompecabezas sin sentido, recuerda estas palabras: la esperanza es más terca que el miedo, y siempre, siempre habrá un nuevo día dispuesto a abrazarte con su Luz para que seas consciente de tu Brillo . Levántate una y otra vez con dignidad, con fe, con esa chispa en los ojos que vi en ti desde niño. Porque cada paso que des, incluso el más torpe, está escribiendo el relato de un ser humano valiente, hermoso y único.

Estoy contigo en cada amanecer, en cada suspiro de aliento que elijas regalarte. Te amo sin medida, y creo en ti más de lo que tú mismo alcanzas a imaginar. Ve, Hijo. Vive con pasión, con verdad y con esa alegría que nace cuando uno camina su propio sendero. Y si alguna vez olvidas lo que vales, cierra los ojos, respira hondo… y escucha mi voz: Tú puedes. Siempre has podido. Y siempre podrás…, porque eres un Guerrero de la Luz, un Tejedor de Auroras en tierras oscuras y un guardián del Amor en tiempos de sombra; Alma Valiente que empuña la luz como escudo y siembra esperanza allí donde va.

Gracias por Elegirme.

Gracias por SER.

Gracias por enseñarme que el amor verdadero no se explica: SE ENCARNA.

 

En ti, yo encarné el Amor más grande que jamás pude imaginar y aunque solo sea por sentirte en cada Caricia,

olerte en cada Abrazo, escucharte en cada Palabra y palpar tu ternura en cada Beso…, Bien ha valido habitar esta Evolución.

Nuestro Re-Encuentro es en sí mismo, todo un Milagro de Vida.

Eternamente…, Mamá.