Por una ilustre literata que conoce los pliegues del alma humana
Te cuento esta historia que conocí a través de una paciente mía:
En una ocasión, un hombre llamado Bro, cuyo destino parecía haberlo llevado por los senderos luminosos del servicio y el despertar de la consciencia, pasó por una transición de la que más adelante hablaré. Terapeuta de profesión y buscador de lo sagrado, vivía entre los espacios invisibles donde se cruzan la palabra, la escucha, el consuelo y la sanación. Fue así como una mañana de domingo, siendo huésped en el centro de trabajo de una mujer a la que aún no conocía, sintió como susurrado por una voz antigua que debía encontrarse con la dueña de aquel lugar. No con una intención común, sino con la urgencia callada de quien reconoce en el alma ajena un encuentro pendiente de otra vida.
Y así ocurrió. Dejando su tarjeta como quien siembra una semilla en suelo fértil, extendió la primera hebra de un lazo que pronto se trenzaría con firmeza y dulzura. La dueña de aquel centro no tardó en descubrir en Bro un alma hermana. Sus vidas, que parecían caminos paralelos, se encontraron en una curva serena del destino, y desde allí floreció una amistad de esas que no temen al tiempo ni al silencio. Por años, las familias se mezclaron como ríos que reconocen haber sido uno en la fuente; compartieron viajes, celebraciones, fiestas, momentos mágicos, confidencias y esa complicidad que solo nace entre quienes caminan al lado sin necesidad de palabras.
Mas la vida, como bien saben los que han vivido mucho, no siempre respeta la simetría de los comienzos. Un día, en la consulta de Bro, apareció una mujer: de apariencia frágil pero voz grandilocuente, de gestos que rozaban el histrionismo y una energía que proclamaba conexiones con mundos invisibles. Dijo canalizar seres del astral, y con esa afirmación se abrió paso en el corazón ya vulnerable de Bro. Él, fascinado, cruzó un umbral del que nunca volvería intacto. Y entonces comenzó la marea…
…A partir de aquel encuentro, Bro inició una retirada sistemática del mundo que había construido. Como si esta nueva presencia lo reclamara entero, comenzó a cortar los hilos que lo ataban a su historia. La amistad que con su AMIGA había sido sagrada, fue sepultada sin ceremonia alguna. No hubo carta ni explicación, solo un estallido: una mañana cualquiera, la echó de su consulta a gritos, sin respeto, con acusaciones nacidas no de la razón, sino de un dolor o una sombra que le devoraba por dentro. A ella, que había sido su hermana del alma, la trató como a una enemiga.
Poco después haría lo mismo con su esposa, en un acto frío y quirúrgico. La despojó no sólo del hogar que compartían, sino de los objetos, del coche, y hasta de la dignidad que merece quien ha amado. Su familia entera fue luego apartada: su madre, sus hermanos, sus amigos. Uno a uno, como piezas de un tablero, fueron barridos por una fuerza implacable que parecía haberse apoderado de su juicio.
Y así quedó: solo. Cerró su consulta, se mudó de casa, se alejó del mundo. En la soledad afrontó una cirugía, sin compañía ni abrazo. No porque la vida se lo negara, sino porque él mismo había levantado un muro en torno a sí.
¿Qué ocurrió en la mente y el alma de Bro? ¿Qué conjuro o herida pudo torcer así el curso de su vida a los algo más de 60 años?
Desde el lenguaje del alma y del psicoanálisis, podría decirse que Bro fue atravesado por una crisis de identidad profunda: la del Sí-mismo que, no habiendo sanado completamente su herida primordial, (herida que en su Carta Natal muestra la posición de Quirón y sombra que muestra la posición de Lilith), sucumbió ante la promesa ilusoria de completud. Esta mujer, en apariencia canalizadora, actuó como proyección de su ánima no integrada: una figura femenina arquetípica, dotada de poderes y misterio, que lo hechizó porque, a modo tecla, tocaba una carencia olvidada.
Bro, al parecer, llevaba en su interior un deseo de ser “elegido” por lo invisible, de sentir que su vida tenía un propósito especial y exclusivo. Esa fantasía, muchas veces nacida de una herida narcisista temprana (posiblemente por una madre emocionalmente ambivalente o por una infancia donde no fue visto del todo), resurgió con fuerza al encontrarse con esta figura simbólica.
Pero el problema no fue la mujer. El problema fue que él le entregó su Yo.
Lo que siguió fue un patrón de escisión: disociar todo lo que no encajaba en su nueva narrativa mística. Para sostener esa ilusión, necesitaba eliminar cualquier voz que lo confrontara con su antigua humanidad. Así, recurrió al mecanismo de defensa del Acting Out: en vez de elaborar internamente su conflicto, lo representó con acciones bruscas y destructivas. Al mismo tiempo, proyectó en los otros sus propias dudas y miedos, viéndolos como enemigos o traidores. Tomó el camino del ego espiritual inflado, que se disfraza de evolución cuando en realidad huye de las propias sombras.
En términos jungianos, podríamos decir que Bro cayó bajo el dominio de su sombra no reconocida. Aquello que reprimió durante años, su necesidad de sentirse especial, su miedo a la mediocridad y su deseo de evasión, lo poseyeron como un arquetipo hambriento. Y cuando la sombra no es integrada, toma el volante de la vida y conduce hacia el abismo.
Y así quedó: solo. No porque el mundo le diera la espalda, sino porque él, en su delirio de pureza o revelación, se volvió incapaz de sostenerse unido al lazo humano.
Pero aún en esa soledad, incluso ahora, mientras lees estas líneas, quizás quede en su alma un rescoldo, una chispa que le recuerde lo que fue, lo que tuvo y lo que perdió. Porque hay amistades que, aunque se rompan en la forma, quedan tatuadas en la conciencia más profunda.
Y ELLA, que fue su AMIGA, su espejo, su hogar transitorio, lleva en su corazón la verdad de lo vivido. Que él no pueda verla ahora, no borra lo que fue.
Porque como decía Rilke:
«Quizás todo lo terrible sea, en el fondo, algo indefenso que quiere nuestra ayuda.»
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La TRANSICIÓN de Bro…
Desde el psicoanálisis y desde la psicología transpersonal, esta Transición es nombrada «inflación del yo espiritual». Sin embargo, una lectura simbólica la nombra «la caída en la torre de cristal».
Este fenómeno ocurre cuando una persona, especialmente sensible o dedicada al camino terapéutico o espiritual, confunde la conexión con lo sagrado con una exaltación narcisista de su identidad. Se siente especial, elegido, más evolucionado que los demás. Desde esa altura ilusoria, el mundo cotidiano, las relaciones, las emociones humanas básicas, los límites del cuerpo y del Yo le parecen molestos, innecesarios o “inferiores”. Se ve que Bro no ha integrado su sombra, sino que la proyecta hacia fuera, creyendo que todo lo malo está en los otros. Y lo que es más peligroso: se cree guiado por algo superior, cuando en realidad está secuestrado por sus propias heridas no resueltas.
Desde una lectura Simbólica se le nombra Yo lo llamaría “el encierro en la torre de cristal”. La torre de cristal es preciosa, alta, aparentemente luminosa. Desde allí se cree ver todo con claridad. Pero es frágil, aislada, y lo más significativo: no tiene puertas hacia el mundo real. Quien se instala allí renuncia al contacto humano, convencido de que ha trascendido el barro, sin darse cuenta de que es en el barro donde realmente florece el alma.
Otras posibles formas de nombrar su tránsito:
- El exilio dorado: porque se va voluntariamente, convencido de que su camino es superior, pero termina solo.
- La soberbia mística: cuando la espiritualidad se convierte en ego.
- El espejismo del elegido: donde todo gira en torno a una ilusión de misión especial, que justifica rupturas dolorosas y decisiones drásticas.
- El rechazo del arquetipo del humano: cuando alguien quiere ser tan espiritual que reniega de su humanidad, olvidando que espíritu y carne son inseparables.
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La Torre de Cristal: la caída espiritual de Bro narrada de otra manera pero igual contenido.
Crónica de una desconexión bajo el velo de lo sagrado
Había una vez un hombre, Bro, terapeuta del alma y sembrador de consciencia, cuyo caminar por la vida irradiaba nobleza, propósito y entrega. Se movía entre espacios de luz y escucha, con esa templanza que otorgan los años de trabajo interno y de servicio a los demás. Fue así como un domingo cualquiera, al visitar un centro de bienestar, sintió un llamado: debía conocer a la mujer con la que había dejado un encuentro pendiente de otra vida. Aunque ella no estaba presente aquel día, le dejó su tarjeta como quien entrega una llave a una puerta aún cerrada, confiando en que el destino haría lo suyo.
Y lo hizo. Días después, cuando finalmente se encontraron, ambos supieron, sin necesidad de palabras, que ese encuentro estaba pactado desde otra vida. Una fraternidad luminosa los unió. Inició entonces una amistad de las que escasean: tejida con hilos de respeto, confianza y amor sincero. Sus familias se mezclaron en celebraciones, viajes y silencios compartidos. Había entre ellos una complicidad que no necesitaba testigos.
Pero como en los relatos más antiguos, lo sagrado puede torcerse si no es integrado con humildad. Un día, una mujer apareció en la consulta de Bro. Era extravagante, hipersensible, muy sobreactuada, afirmaba canalizar entidades astrales y mover energías más allá del velo. Sus palabras, intensas y teñidas de dramatismo, ejercieron sobre Bro un magnetismo difícil de explicar. Él, atraído por lo invisible y tal vez por un anhelo secreto de sentirse único, comenzó una relación con ella que pronto se volvió una suerte de culto íntimo y lo que vino más adelante. Y es entonces cuando Bro comenzó a levantar su torre de cristal.
Desde allí, todo lo humano, lo cotidiano, lo afectivo y lo complejo empezó a resultarle denso, molesto, prescindible. Para sostener la pureza de su nuevo relato espiritual, empezó a deshacerse de todo lo que no encajaba. A aquella mujer AMIGA, que había sido su hermana del alma, la expulsó de su consulta sin razón ni compasión, a gritos, con acusaciones desproporcionadas y ajenas a la verdad. Un acto tan innecesario como doloroso.
Poco después hizo lo mismo con su esposa. La sacó de casa sin permitirle llevar ni siquiera lo que era suyo. Hasta el coche le negó. Se divorció con una frialdad planificada, sin espacio para la palabra ni para el duelo. Lo mismo ocurrió con su madre, sus hermanos, sus amigos de toda la vida. Uno a uno fueron excluidos, como si fueran obstáculos en un camino que solo él podía transitar.
Así, Bro se fue encerrando en su torre. Cerró la consulta, se mudó, se distanció de todo. Cayó enfermo y pasó por cirugía en soledad. No porque la vida le diera la espalda, sino porque él mismo, en su delirio de ascensión, había clausurado todas las puertas.
Un análisis del alma
Lo que Bro vivió no fue un despertar, sino una inflación del ego espiritual. En vez de integrar lo sagrado con lo humano, se dejó seducir por una fantasía: la de ser elegido, especial, distinto. Se olvidó de que todo verdadero despertar pasa primero por el fango de lo humano: por las relaciones, los vínculos, los conflictos, las heridas. Solo el ego disociado puede creer que iluminarse es separarse de los otros.
Desde una mirada jungiana, podríamos decir que fue poseído por su sombra no integrada. Aquello que reprimió durante años, su necesidad de ser admirado, su rechazo del límite, su dolor primigenio, se proyectó en una figura externa que parecía reveladora, pero que solo activó sus vacíos.
En su deseo de convertirse en canal, Bro se desconectó del canal más importante: el del corazón humano. Quiso volar sin haber enraizado. Y cuando uno vuela sin raíces, el viento no lo eleva: lo arrastra.
La torre de cristal es bella, sí. Se ve todo desde arriba. Pero es frágil. Y quien vive en ella, termina solo.
Epílogo
Quizá un día Bro recuerde. Quizá el silencio en el que hoy habita le susurre la verdad de lo que perdió. Porque aunque hoy se muestre distante, su AMIGA sabe que lo vivido entre ambos fue real, profundo y auténtico. Y eso, ni siquiera la torre puede borrarlo.
A ELLA la honra haber amado con verdad. A él… le queda el aprendizaje pendiente de que lo divino no está arriba, sino en los ojos de quienes lo han querido.