La Ciencia de lo Sutil
Construir un mundo mejor, entre otras cosas,
también empieza por aprender a no romper el aire con mis prisas.
Empieza por recordar que el silencio es un bálsamo que nace de mis más pequeños, dulces y atentos gestos.
En un rincón olvidado del mundo, donde los caminos se desdibujaban en la niebla y los relojes no marcaban la prisa, existía una aldea pequeña que no figuraba en los mapas. Era un lugar sin grandes maravillas, pero rebosaba de algo que escasea en los grandes imperios: paz.
No era una paz impuesta por leyes ni por templos, sino una paz cultivada a través del cuidado. En aquella aldea, cada persona aprendía desde su niñez que la forma en que uno se movía por el mundo afectaba no solo a los otros, sino también a sí misma.
Los ancianos, guardianes de una sabiduría sin estridencias, enseñaban a cerrar las puertas con suavidad, como si se le dijera “gracias” al espacio que uno abandonaba. Las sillas se deslizaban con un gesto leve, como si al rozar el suelo se pidiera permiso a la tierra. Incluso al hablar, se procuraba que la voz no se impusiera, sino que danzara al ritmo del silencio.
Un sabio llamado Qasikay, de cabello blanco como el humo del té caliente, vivía a la entrada del bosque. Tenía por costumbre recibir a quienes venían de fuera, especialmente a los que cargaban con el ruido de las ciudades. Él no los juzgaba: los escuchaba. Y después, con una sonrisa, les ofrecía lo mismo que a todos los que se habían perdido en el exceso: tiempo, silencio y una piedra.
Porque Qasikay poseía un lago. No un lago cualquiera, sino uno donde el alma, decían, se podía reflejar con una nitidez sorprendente… si las aguas estaban quietas. Pero cada piedra lanzada por un acto impaciente, una puerta golpeada, una carcajada explosiva, una música desbordada sin cuidado del otro, enturbiaba el fondo del lago durante días.
Un día llegó un joven llamado Absam, procedente de la capital. Venía escapando de un vacío ruidoso: las noches colmadas de notificaciones, las palabras dichas sin pensar, las discusiones que nadie quería ganar, pero todos luchaban por no perder. Su andar era apresurado, sus manos hablaban más que sus ojos, y cada vez que respiraba, parecía hacerlo en guerra con el aire.
Qasikay no lo detuvo. Solo le entregó una piedra y le dijo: Cada vez que actúes sin atención, sin escuchar el espacio, sin respeto por el silencio… tírala al lago!
Absam rió al principio, como quien oye un juego de niños. Pero al cabo de tres días, el fondo del lago ya no se veía. Se volvió turbio, oscuro y Absam ya no encontraba su reflejo.
Entonces ocurrió algo: una noche, mientras todos dormían, cerró una ventana con gentileza. Fue la primera vez que el lago, al amanecer, no se alteró. Después colocó su taza sobre la mesa sin golpear la loza. Más tarde, ayudó a un niño a moverse sin alboroto en el templo de los árboles.
Y con cada gesto pequeño, como una hebra de oro que se teje en silencio, comenzó a sentir algo distinto: una expansión cálida en el pecho, una claridad en la mente, un descanso en los músculos que no conocía desde hacía años. El lago, día a día, volvía a ser espejo.
Qasikay lo miró entonces y le dijo: Ahora ya sabes que el ruido innecesario no solo rompe el oído ajeno…, también rompe la calma de tu propia Alma. Silenciar el gesto es sanar el cuerpo. Cuidar el movimiento es acariciar al mundo.
Absam regresó un mes después a la ciudad. No comentó la experiencia vivida, ni dio lecciones de vida a otros, pero sus movimientos suaves comenzaron a contagiarse. Cerraba la puerta de la oficina sin golpear. Bajaba el volumen de la música antes de encenderla. Hablaba pausado. Escuchaba sin interrumpir. Era como si portara un centro de calma, y las demás personas, al rozarlo, recordaran el suyo.
Nunca volvió a lanzar piedras a ningún lago. Pero muchos, a su alrededor, empezaron a preguntarse por qué se sentían mejor al estar cerca.
Y así, en lo más íntimo de lo cotidiano, el mundo comenzó a volverse un poco más habitable. Porque la revolución verdadera, comprendió Absam, no siempre ruge… a veces solo se mueve sin hacer ruido.
Silenciar el mundo para volver a escucharnos
Vivimos en una época en la que el ruido se ha convertido en norma. No solo el de las calles, los coches, los teléfonos o las pantallas… sino el ruido de los gestos innecesarios, de las voces elevadas sin razón, de los portazos, de las sillas arrastradas como si el suelo no doliera, de las cosas arrojadas sobre la mesa como si no hubiera alma ni en la mesa, ni en quien observa.
Nos hemos acostumbrado a gritar para hablar. A movernos con violencia, como si el apuro justificara el desprecio por el entorno. Y en ese estruendo cotidiano, se nos está escapando algo muy valioso: la paz interior, la armonía con el otro, el bienestar profundo que nace de un cuerpo en calma y de un espacio en orden.
En defensa del silencio: un acto de conciencia
Vivimos tiempos donde el ruido ha dejado de ser un accidente para convertirse en una costumbre. Donde muchos han olvidado o quizás nunca aprendieron que hablar no es gritar, y que moverse no es arremeter. Las calles, los hogares, las oficinas, los espacios públicos… todos parecen escenarios de una guerra no declarada entre cuerpos que chocan, voces que imponen, objetos que se arrastran con desprecio, como si cada gesto fuese una forma de expresar rabia contenida.
Hemos normalizado la violencia sonora.
Nos gritamos para hablar. Golpeamos las puertas al salir, como si quisiéramos dejar huella de nuestra prisa. Subimos el volumen sin mirar quién está al lado. Tiramos objetos sobre las mesas. Arrastramos sillas como si el suelo no mereciera respeto.
Vivimos olvidando que el mundo escucha.
Pero… ¿y si te dijera que el exceso de ruido es una forma sutil de autolesión?
Que cada vez que irrumpo sin cuidado en el espacio que habito, también altero mi sistema nervioso, desarmo mi centro, enveneno mis relaciones y me alejo de ese equilibrio tan anhelado.
El ruido innecesario, ese que fabricamos sin darnos cuenta, es una manifestación directa del desorden interior. Y es también una invitación a revisar cómo estamos, cómo nos sentimos, cómo nos vinculamos con el entorno.
Cerrar una puerta con suavidad es un acto de paz.
Mover una silla sin estruendo, un acto de respeto.
Bajar la voz, una muestra de sabiduría.
Escuchar sin interrumpir, una forma de amar.
No se trata de vivir en un monasterio. Se trata de entender que la armonía comienza en lo más simple. Que nuestra salud física y emocional se construye desde estos gestos pequeños. Que calmar nuestras emociones, sostener una conversación relajada, dormir mejor, incluso respirar más profundo… puede empezar con el simple hecho de reducir el volumen de nuestros movimientos.
Porque cuando el cuerpo se mueve con amabilidad, el alma también se siente acogida.
Y cuando el entorno deja de agredirnos con estridencias, empezamos a florecer en lo invisible.
Este es un llamamiento al sentido común que tanta falta nos hace; al orden, que no es rigidez, sino belleza puesta en movimiento; a la empatía, porque el otro también escucha lo que hacemos, lo que decimos, lo que desatamos y a la salud, que no solo habita en lo que comemos o respiramos, sino en lo que producimos con cada gesto.
No espero a que el mundo baje el volumen. Empiezo por mi. Hago de cada acto una oportunidad para crear silencio. No ese silencio incómodo que oprime, sino el que me envuelve, el que me acaricia, el que permite que mi corazón se escuche a sí mismo.
Y desde ahí, contribuyo a un mundo menos agresivo, más amable, más sereno, más divino.
Krista