Para ti, que por muchos años has sido Mi Amor…, hoy te suelto y me suelto…

Hubo un hombre, antaño erguido en sus ideales, que fundó su morada junto a una mujer luminosa. Ella era de esas almas que la vida otorga como regalo a quienes aún conservan fe en la nobleza humana. Capaz sin alarde, diligente sin fatiga, amorosa sin condición. Madre excelsa y sin dejar de serlo, esposa leal, hija presente, sostén y consuelo tanto para sus padres como para los de él. Su presencia y participación era la arteria viva de aquel hogar, su constancia el lecho donde descansaban los días y su ternura la nutrición de cada jornada.

Él en cambio, fue perdiendo el norte. No de repente, sino como se pierde el calor en una casa antigua: por pequeñas fisuras que el tiempo agranda sin ruido. Los valores que enarbolaba como estandartes, el sentido de justicia, la capacidad de entrega y el amor comprometido, se le volvieron apenas retórica de sobremesa, flores marchitas en el florero de su memoria. No se marchó como lo hacen los valientes que admiten su derrota o su cambio de rumbo. Se quedó. Pero no como quien habita, sino como quien ocupa.

Fue tornándose huésped en su propia casa, un fantasma que compartía mesa sin compartir alma, que dormía sin velar sueños ajenos, que miraba sin ver y oía sin esccuchar. Su presencia en vez de ser refugio, se volvió peso. Como si la vida en común le resultara una camisa prestada, algo que alguna vez le quedó bien pero ya no reconocía como suyo.

No alzó la voz, pero su silencio gritaba.

No ofendió con palabras, pero hirió con ausencias.

No rechazó de frente, pero dejó de mirar con amor.

Y así, poco a poco, fue cercando de sombra a aquella mujer que aún lo amaba. La fue marginando, como quien aparta lo sagrado sin tener valor para admitirlo. La desvalorizó no con crítica, sino con indiferencia, con distancia y con suplencia. Su atención, antaño un puente entre ambos, se convirtió en un enorme muro. Ella intentó, resistió, sostuvo y noche tras noche unía los pedacitos que se caían de sí misma cada día para re-intentar caminar firme al día siguiente. En silencio riguroso escondía su vacío, su profundo dolor y la desgarradora imagen de su familia destrozada por haber sido una esposa entregada que sentía como el Amor de su Vida y lo que juntos habían construido, se escapaba entre los dedos de sus manos tal cual agua que cursa sin freno. Pero incluso las columnas más fuertes se agrietan cuando no se las honra.

Un día, la mujer que lo amó con fuerza inquebrantable comprendió que su hogar no podía seguir siendo un hotel para uno y un campo de batalla emocional para la otra. No por rabia, sino por dignidad. No por despecho, sino por amor a sí misma. Lo miró a los ojos, tomó su carita entre sus temblorosas manos, entre lágrimas pero firme, sin odio pero con verdad, y profundamente entregada al inmenso amor que le tenía a su marido, le pidió el divorcio.

Y así, aquel hombre que alguna vez soñó construir un refugio de amor, terminó desalojado no por castigo, sino por consecuencia. Porque no basta con fundar una familia: hay que habitarla. Y el que elige la cobardía de quedarse sin estar, acaba yéndose sin que lo echen. Porque nadie echa a quien nunca vuelve del todo.

Quizás, algún día, entienda. Pero será tarde. Porque el amor que no se honra, se extingue. Y la mujer que supo ser unidad de hogar, será fuego en otro lugar.

…Adiós, Amor. Quizá algún día, en otra vida, nos encontremos NuevaMente, cuando el tiempo haya purgado lo que el alma no supo sanar. Más sin embargo, mucho has de transcender para que mi corazón te vuelva a admirar y mis ojos te contemplen con aquella mirada devota que antaño fue tuya sin medida. Que el destino te sea leve y la conciencia te guíe en cada paso. Por mi parte, me retiro en silencio y a la calma, allí donde el recuerdo ya no hiere.

Alguien…,

…alguien que ha protagonizado esta historia…

…alguien que por Amor profundo, con Etica y con Respeto, aceptó soltar a quien ya no podía estar.